Faltaba poco para las siete y media de la tarde. Me encontraba dando un último repaso a las hogueras autorizadas, cuando oservo un niño de unos diez u once años lanzando petardos. Nada fuera de lo normal, a no ser por las fuertes explosiones que se oían. A su lado, el padre con una bolsa llena de pirotecnia entre las piernas. Sacaba un petardo, se lo daba al niño, lo encendía con la mecha Y el pequeño, lo lanzaba con más cara de miedo que otra cosa.
Desde el primer momento, me pareció que las explosiones eran desmesuradas para su edad por lo que me bajo del vehículo y me dirijo a su padre diciéndole: Buenas tardes, buenas tardes me responde, ¿sabe que su hijo no debería lanzar estos petardos de clase III ?. Son para mayores de 18 años por su carga explosiva. Y usted, me dice el, ¿sabe que soy su padre y que el hará lo que yo quiera?...
Mientras estábamos en este pulso dialéctico, oímos un fuerte trueno acompañado de un grito que nos enmudece. Al girarnos, vemos el niño en el suelo gritando y retorciéndose de dolor. El petardo le había reventado en la mano...
Más tarde se oía alejándose la sirena de la ambulancia que lo llevaba al hospital. La gente que se había agolpado ante esta esperpéntica escena, no se dio cuenta de nuestras caras en los últimos momentos: la de dolor, del niño, la de pánico y vergüenza, del padre, y la m de pura impotencia...
Pero la noche seguía, esto solo había hecho que empezar...